sábado, 11 de agosto de 2007
De Dios y de como un día fue el Mago Blanco
Era la soledad misma.
Yo y un océano de caras impenetrables sostenidas por una monotonía hipnótica y atrapadas en las redes de la negación. Estaba sola, rodeada por cientos de inhertes con la mirada dirigida a la pantalla. Gris, negro.
Entonces me di cuenta que él estaba al lado mío. Inconfundible. Su larga barba albina y su ropa de la misma pureza. Una alegría enorme empezó a brotarme desde la boca del estómago (¿no es ahí donde se siente la alegría?).
Me descubrí pensando, pero mis pensamientos eran para él... "¿Será que me escuchás? ¿Aunque no te hable?". No lo miré.
Se levantó, se sentó al frente mío, me miró con los ojos más azules que jamás ví en un sueño, me abrazó y me dijo, "te escucho, siempre te escucho".
Me senté en su falda, lo abracé demasiado fuerte y le dije que lo quería.
Era la ternura misma.
Sentía que la alegría, la tranquilidad y la confianza me rebalsaban (nacían todas en el mismo lugar, claro). También la esperanza (en otro).
Mi mejilla contra su pecho atrapaba su barba que era suave.
Era un amor paternal, o fraternal... no, en realidad era de esos que se tienen por un abuelo entrañable (supongo). Pero tampoco.
Había venido a salvarme. Ya no estaba sola. Gracias Gandalf.
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